Hoy me he levantado un poco más temprano de lo habitual,
ayer decidí subir a la cumbre de una montaña que hay frente a la casa, es esa
hora de la mañana donde se siente frescor y los pájaros despiertan con unos
cantos muy alborotadores como animándose unos a otros a comenzar un nuevo día y
cuando apenas empieza a resurgir una difusa luz anaranjada en el horizonte
comienzo a dar los primeros pasos.
Llevo una mochila pequeña con algo de fruta, un
poco de queso, un trozo de pan, y unos frutos secos. Camino con cierta marcha y
ligereza pero sin prisas, y a pesar de
que tengo intención de subir al pico, lo que realmente importa es disfrutar
mientras camino, darme cuenta de los sonidos, de los olores, de las luces y de
las sombras, de uno mismo y de cómo la naturaleza va cambiando cada día en ese
transcurso de tiempo que va desde finales de primavera a pleno verano.
Ha sido un invierno de intensas lluvias, algunos
árboles frutales como el melocotonero o el albaricoque este año no darán fruto
porque las fuertes lluvias desprendieron las flores de las ramas. Sin embargo
eso no ha afectado a los cerezos, a los nísperos, a los ciruelos, a los
manzanos, a los perales y a las maravillosas y duras higueras.
Camino durante una hora por una senda amplia que
asciende lentamente mientras atraviesa un bosque de robles. Al borde del camino
está cubierto de verdes helechos y de vez en cuando surge de entre las entrañas
de la montaña una pequeña fuente de agua cristalina que derrama sus aguas
cuesta abajo.
Cuando termina el bosque de robles la senda se
abre camino en la desnudez de la montaña y puedo apreciar no solo con la vista
sino por su fragancia el tomillo salsero, el cantueso, los primeros oréganos empezando
a florecer y pegados a las fuentes se encuentran los olorosos poleos.
Caminar solo es imposible, uno camina con la vida,
un sinfín de innumerables insectos están ahí a tu paso mientras caminas, hileras
de hormigas se entrecruzan en el camino, algunas mosquitas pequeñas van
apareciendo de la nada y con insistencia tratan de meterse en los ojos,
saltamontes, chicharras, arañas, lagartijas, culebras, lagartos y el sonido del
cuco, entonces y por un instante uno se siente formar parte de todo, ser uno
más entre ellos y ocupar el espacio que le corresponde sin temor y con respeto.
Es curioso pensar que hay personas que temen estar
solas, que necesitan de otras personas para cualquier cosa, y que se pierden
ese contacto directo consigo mismos.
Después de dos horas de camino el día ya ha
despuntado mostrando los primeros rayos de sol y ahora la senda se ha hecho más
estrecha, empinada y está cubierta principalmente por helechos, zarzamoras y
otras plantas cuyas formas y colores me dejan perplejo y asombrado aún sin
conocer sus nombres. A veces tengo que abrirme paso con un bastón tratando de
quitar las zarzas que han invadido la senda.
La naturaleza no entiende de caminos, de esos
caminos hechos por los seres humanos, y mientras ellos los mantengan los
caminos seguirán existiendo pero basta con que se descuiden para que la
naturaleza vuelva a cubrir lo que por derecho le pertenece.
Ahora la senda apenas es perceptible y se ha
vuelto muy empinada, voy ascendiendo por una garganta y el sonido de las caídas
del agua inunda todo el espacio. Enormes paredes de piedra lisa surgen de las
entrañas de tierra y por cuya superficie corren regatos y chorreras que van
erosionado la piedra con el transcurso de los años.
Al cabo de unas horas llego a un valle donde de
nuevo surgen nuevas cumbres y las gargantas se abren en varias ramas por donde
transcurre el agua que viene de las cumbres nevadas. A pesar de estar a gran altitud
la vegetación es abundante, y robles de gran envergadura aparecen como gigantes
que han sobrevivido a lo largo de los tiempos, también hay fresnos y alisos
donde el agua nunca falta. El piorno y la retama con sus flores amarillas cubren
gran parte de la montaña.
Encuentro una cabaña redonda de piedra y con el
techo de escobas, antigua choza de verano donde habitaba algún cabrero. En su
interior aún conserva el lugar con las paredes quemadas donde se hacia el fuego
y justo al otro lado una especie de jergón donde se dormía. Unas pequeñas
estanterías contienen algunos frascos de cristal y unas pequeñas cazuelas de
metal oxidado. La estancia está cubierta de moscas que me impiden hacer un
descanso y comer algo dentro de la choza, pero justo a unos metros afuera donde
emana una fuente de agua cristalina, me siento sobre una piedra plana y observando
todo ese hermoso paisaje que he dejado abajo disfruto del sabor puro y
refrescante del agua.
Quizás los seres humanos hemos descubierto
sabores como el vino, el champan, la coca cola, pero seguramente hemos pagado
un alto precio al perder el sabor del agua.
A partir de ahí la senda se hace más ancha, el
suelo es de piedras, y voy ascendiendo por entre brezos blancos y rojos que
sueltan su polen a mi paso. De pronto, surgiendo como de la nada, se levanta un
ciervo de entre los matorrales y yo trato de seguirle con la vista mientras
aprecio su cornamenta y su fuerte cuerpo color canela.
Después de algo más de cinco horas aparece la
cumbre justo delante a unos cientos de metros. La base está repleta de grandes
trozos de nieve que con su deshielo van formando pequeños riachuelos.
Los últimos metros están formados por grandes
piedras que he de sortear con piernas y brazos para asegurar la estabilidad mientras
asciendo. A veces me cuesta mirar hacia abajo pues surgen grandes cortados y el
pensamiento de poder caer me produce vértigo. Al final llego a la cumbre donde apenas
hay unos metros donde soltar la mochila y sentarme mientras una fresca brisa acaricia
mi cuerpo y observo un admirable paisaje de montañas nevadas y valles profundos.
En la cumbre uno descubre que todo fin acaba en la
frustración porque no es más que una ilusión inventada por la mente y porque es
imposible sostener lo que nace y muere a cada instante. La cumbre no es mejor en
belleza que cualquier parte del camino, es el ser humano el que fragmenta la realidad
y hace de ella un deseo o un rechazo. Vivir cada instante, en cada lugar, en cada
situación, con pasión, es como vivir siempre en la cumbre, en esa cumbre donde el
silencio y la observación son tus compañeros.
Qué hermoso relato! atrapa en su descripción de esa exuberante naturaleza y la reflexión que lo cierra es un regalo de paz y serenidad. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Delia, la naturaleza siempre está ahí a nuestro alrededor, en nosotros mismos, invitandonos a observar y regalandonos el vivir en cada instante.
ResponderEliminarUn abrazo.
Profunda reflexión final, Goyo.
ResponderEliminarValió la pena la caminata por ella. No nos apartemos y si lo hacemos, volvamos.
Un fuerte abrazo.
Juan Crisos
Si, la caminata valió la pena por esa última reflexión, pero también valió la pena por cada paso. por cada mirada, por cada aliento, somos nosotros con nuestra mente ocupada los que perdemos el momento con todo su inmensa belleza.
EliminarA veces dejamos el camino porque estamos en el limbo, y por supuesto es necesario volver, recuperar esos atisbos de realidad que nos permiten tocar el corazon o la piel de otro ser humano, oir el canto de un pájarillo, ver una pequeña hormiga transportando un brizna de paja o simplemente contemplar el movimiento de las nubes.
Lo que no merece la pena es buscar realidades imaginarias, desear aquello que carecemos psicológicamente, pasarnos la vida huyendo de nosotros mismos, no oir el silencio.
Volver a nuestro hogar, a esa paz que reside en nuestra alma y descansar en su regazo mientras contemplamos como el tiempo mueve las apariencias y las formas.
Un fuerte abrazo, amigo.