jueves, 18 de julio de 2013

¿Qué hacemos con nuestra vida? (4)


Hoy me he levantado un poco más temprano de lo habitual, ayer decidí subir a la cumbre de una montaña que hay frente a la casa, es esa hora de la mañana donde se siente frescor y los pájaros despiertan con unos cantos muy alborotadores como animándose unos a otros a comenzar un nuevo día y cuando apenas empieza a resurgir una difusa luz anaranjada en el horizonte comienzo a dar los primeros pasos.

Llevo una mochila pequeña con algo de fruta, un poco de queso, un trozo de pan, y unos frutos secos. Camino con cierta marcha y ligereza pero sin  prisas, y a pesar de que tengo intención de subir al pico, lo que realmente importa es disfrutar mientras camino, darme cuenta de los sonidos, de los olores, de las luces y de las sombras, de uno mismo y de cómo la naturaleza va cambiando cada día en ese transcurso de tiempo que va desde finales de primavera a pleno verano.

Ha sido un invierno de intensas lluvias, algunos árboles frutales como el melocotonero o el albaricoque este año no darán fruto porque las fuertes lluvias desprendieron las flores de las ramas. Sin embargo eso no ha afectado a los cerezos, a los nísperos, a los ciruelos, a los manzanos, a los perales y a las maravillosas y duras higueras.

Camino durante una hora por una senda amplia que asciende lentamente mientras atraviesa un bosque de robles. Al borde del camino está cubierto de verdes helechos y de vez en cuando surge de entre las entrañas de la montaña una pequeña fuente de agua cristalina que derrama sus aguas cuesta abajo.

Cuando termina el bosque de robles la senda se abre camino en la desnudez de la montaña y puedo apreciar no solo con la vista sino por su fragancia el tomillo salsero, el cantueso, los primeros oréganos empezando a florecer y pegados a las fuentes se encuentran los olorosos poleos.

Caminar solo es imposible, uno camina con la vida, un sinfín de innumerables insectos están ahí a tu paso mientras caminas, hileras de hormigas se entrecruzan en el camino, algunas mosquitas pequeñas van apareciendo de la nada y con insistencia tratan de meterse en los ojos, saltamontes, chicharras, arañas, lagartijas, culebras, lagartos y el sonido del cuco, entonces y por un instante uno se siente formar parte de todo, ser uno más entre ellos y ocupar el espacio que le corresponde sin temor y con respeto.

Es curioso pensar que hay personas que temen estar solas, que necesitan de otras personas para cualquier cosa, y que se pierden ese contacto directo consigo mismos.

Después de dos horas de camino el día ya ha despuntado mostrando los primeros rayos de sol y ahora la senda se ha hecho más estrecha, empinada y está cubierta principalmente por helechos, zarzamoras y otras plantas cuyas formas y colores me dejan perplejo y asombrado aún sin conocer sus nombres. A veces tengo que abrirme paso con un bastón tratando de quitar las zarzas que han invadido la senda.

La naturaleza no entiende de caminos, de esos caminos hechos por los seres humanos, y mientras ellos los mantengan los caminos seguirán existiendo pero basta con que se descuiden para que la naturaleza vuelva a cubrir lo que por derecho le pertenece.

Ahora la senda apenas es perceptible y se ha vuelto muy empinada, voy ascendiendo por una garganta y el sonido de las caídas del agua inunda todo el espacio. Enormes paredes de piedra lisa surgen de las entrañas de tierra y por cuya superficie corren regatos y chorreras que van erosionado la piedra con el transcurso de los años.

Al cabo de unas horas llego a un valle donde de nuevo surgen nuevas cumbres y las gargantas se abren en varias ramas por donde transcurre el agua que viene de las cumbres nevadas. A pesar de estar a gran altitud la vegetación es abundante, y robles de gran envergadura aparecen como gigantes que han sobrevivido a lo largo de los tiempos, también hay fresnos y alisos donde el agua nunca falta. El piorno y la retama con sus flores amarillas cubren gran parte de la montaña.

Encuentro una cabaña redonda de piedra y con el techo de escobas, antigua choza de verano donde habitaba algún cabrero. En su interior aún conserva el lugar con las paredes quemadas donde se hacia el fuego y justo al otro lado una especie de jergón donde se dormía. Unas pequeñas estanterías contienen algunos frascos de cristal y unas pequeñas cazuelas de metal oxidado. La estancia está cubierta de moscas que me impiden hacer un descanso y comer algo dentro de la choza, pero justo a unos metros afuera donde emana una fuente de agua cristalina, me siento sobre una piedra plana y observando todo ese hermoso paisaje que he dejado abajo disfruto del sabor puro y refrescante del agua.

Quizás los seres humanos hemos descubierto sabores como el vino, el champan, la coca cola, pero seguramente hemos pagado un alto precio al perder el sabor del agua.

A partir de ahí la senda se hace más ancha, el suelo es de piedras, y voy ascendiendo por entre brezos blancos y rojos que sueltan su polen a mi paso. De pronto, surgiendo como de la nada, se levanta un ciervo de entre los matorrales y yo trato de seguirle con la vista mientras aprecio su cornamenta y su fuerte cuerpo color canela.

Después de algo más de cinco horas aparece la cumbre justo delante a unos cientos de metros. La base está repleta de grandes trozos de nieve que con su deshielo van formando pequeños riachuelos.

Los últimos metros están formados por grandes piedras que he de sortear con piernas y brazos para asegurar la estabilidad mientras asciendo. A veces me cuesta mirar hacia abajo pues surgen grandes cortados y el pensamiento de poder caer me produce vértigo. Al final llego a la cumbre donde apenas hay unos metros donde soltar la mochila y sentarme mientras una fresca brisa acaricia mi cuerpo y observo un admirable paisaje de montañas nevadas y valles profundos.

En la cumbre uno descubre que todo fin acaba en la frustración porque no es más que una ilusión inventada por la mente y porque es imposible sostener lo que nace y muere a cada instante. La cumbre no es mejor en belleza que cualquier parte del camino, es el ser humano el que fragmenta la realidad y hace de ella un deseo o un rechazo. Vivir cada instante, en cada lugar, en cada situación, con pasión, es como vivir siempre en la cumbre, en esa cumbre donde el silencio y la observación son tus compañeros.

4 comentarios:

  1. Qué hermoso relato! atrapa en su descripción de esa exuberante naturaleza y la reflexión que lo cierra es un regalo de paz y serenidad. Un abrazo.

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  2. Gracias Delia, la naturaleza siempre está ahí a nuestro alrededor, en nosotros mismos, invitandonos a observar y regalandonos el vivir en cada instante.

    Un abrazo.

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  3. Profunda reflexión final, Goyo.

    Valió la pena la caminata por ella. No nos apartemos y si lo hacemos, volvamos.

    Un fuerte abrazo.
    Juan Crisos

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    1. Si, la caminata valió la pena por esa última reflexión, pero también valió la pena por cada paso. por cada mirada, por cada aliento, somos nosotros con nuestra mente ocupada los que perdemos el momento con todo su inmensa belleza.

      A veces dejamos el camino porque estamos en el limbo, y por supuesto es necesario volver, recuperar esos atisbos de realidad que nos permiten tocar el corazon o la piel de otro ser humano, oir el canto de un pájarillo, ver una pequeña hormiga transportando un brizna de paja o simplemente contemplar el movimiento de las nubes.

      Lo que no merece la pena es buscar realidades imaginarias, desear aquello que carecemos psicológicamente, pasarnos la vida huyendo de nosotros mismos, no oir el silencio.

      Volver a nuestro hogar, a esa paz que reside en nuestra alma y descansar en su regazo mientras contemplamos como el tiempo mueve las apariencias y las formas.

      Un fuerte abrazo, amigo.

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