martes, 2 de agosto de 2011

¿Qué hacemos con nuestra vida? (4)

La noche transcurre tranquila como de costumbre. Un espectáculo de sonidos naturales llena el espacio de la mente mientras ese silencio sagrado envuelve todo el universo. Es una noche fresca y uno siente como una leve y suave corriente de aire acaricia su cuerpo desnudo mientras concilia el sueño. Cuando despierto en mitad de la noche los sueños son tan claros como la vigilia.

Los sueños son una continuidad de nuestra vida diaria, de nuestras impresiones, preocupaciones y motivaciones. Recreamos la realidad para poner orden o destensar aquello que estaba en desorden o en tensión.

Es curioso lo que podemos aprender de los sueños sin necesidad de que nadie nos lo enseñe, pero pocas veces, por no decir ninguna, nos adentramos en nuestra mente, preferimos ser parte de toda esta orquesta social donde se determina lo que podemos elegir.

¿Por qué no nos dan la opción de elegir estudiar en nosotros mismos, ver como somos, aprender de nuestros sueños o de nuestra conducta? Podemos estudiar carreras, una tras otra, pero olvidamos lo imprescindible que es conocernos.

Me despierto poco antes de las seis cuando aún no se percibe ninguna claridad del nuevo día. Es curioso sentir como la noche tiene su luz propia, una luz que llega de los planetas y de esa mancha enorme de estrellas que cruza el firmamento de lado a lado.

No solemos mirar aquello que de antemano sabemos que no hay nada que ver, pero lo cierto es que si miramos en ello nos daremos cuenta que es ahí donde más encontramos.

La noche está llena de luz, llena de música, llena de paz, llena de uno mismo entre las sombras. Uno siente al caminar por el monte, cuando apenas distingue las siluetas de los árboles, de las plantas o de las rocas, que es más real esa visión que te hace poner atención para no tropezar, que cuando por el día hay como una especie de exceso de confianza e insensibilidad hacia lo que te rodea.

Por esa razón y por puro instinto, me suelo levantar en esta época del año tan temprano. Mientras me afeito y doy de comer a los animales la luz del nuevo día surge de entre las montañas y es un buen momento para caminar despacio, sin ir a ningún lado, sintiendo todo lo que sucede y existe alrededor de uno. Es algo así como confirmar que uno está vivo.

Cuando salgo de casa, el horizonte resurge de la noche con un color violeta claro con tintes de anaranjado y un cielo azul turquesa oscuro que se va aclarando con el paso del tiempo anuncia un hermoso día de verano.

Las gallinas cantan a coro de una forma escandalosa como si algún zorro estuviera merodeando por la zona. Los caballos tranquilos en su nueva finca me miran sin temor y como muestra de ello mueven sus colas dibujando pequeños círculos en el aire.

Desde donde uno mira puede divisar un gran valle que duerme esperando el canto del gallo o el sonido del despertador para comenzar la faena del nuevo día. Aunque yo no trabajo siento un gran respeto por la gente que ha de trabajar para subsistir y siento su cansancio como si fuera propio.

La yerba seca, de color amarillo pálido, forma mantos en los descampados y uno se queda absorto en su belleza acariciando con la vista su textura.

Subo a una colina donde hay naranjos y limoneros y cojo unas naranjas que aún quedan del año pasado mientras las nuevas de un verde intenso maduran con la lentitud del verano y el otoño. Al pelar una naranja y comérmela siento un sabor dulcemente exquisito y agradezco a la vida por tan bonito regalo.

Mientras camino alzo la mano para coger higos maduros y me paro durante un instante a los lados del camino para coger unas moras que saboreo con lentitud.

Cruzo un bosque de robles y al llegar a un descampado me siento en una roca plana a observar un hermoso valle de olivos, naranjos, eucaliptos, castaños y una extensa agricultura basada en el tabaco y el pimiento. Al valle lo atraviesa un rio y en el horizonte, cuando la vista ya se pierde, se divisa una cadena montañosa de contornos difusos.

De vuelta a casa la luz del día ya es clara. Camino por un lugar donde hay naranjos y palmeras, y al pasar junto a un gallinero cojo un par de huevos que al llegar a casa me los hago con pimientos fritos acompañados de una infusión de anís, hinojo y otras yerbas.

Aún el sol no ha salido y me siento en el poyete de la casa durante un instante a recibir los primeros rayos de sol. En ese momento recuerdo a esas civilizaciones que han valorado al sol como una fuente de divinidad.

Por la mañana escribo algo que tenía pendiente en la cabeza y que ha necesitado de cierto reposo y maduración para exponerlo. En realidad cuando escribo no sé lo que voy a decir porque no es tanto una cuestión de conocimiento como de describir lo que uno es capaz de observar.

La observación es algo imprescindible para la vida y es un gran misterio incluso para mí, sin ella uno estaría aislado en mitad de una multitud. Es la observación lo que permite que dos seres se unan, se relacionen, se toquen y puedan compartir.

Después paseo durante un buen rato por un bosque de robles sintiendo todo ese trasfondo que encierra el sonido de la naturaleza y me he sentido parte de todo ello. Caminar por veredas, saltar charcos, ir de piedra en piedra, pisar las hojas secas, ver a las lagartijas corriendo y al halcón peregrino inmóvil en las alturas, tiene un sentido profundo.

Al llegar a la garganta veo a una pareja de chicos de mi edad y por un instante pienso en que sería mejor irme a otra poza para no molestar, pero al darme cuenta que están como en una esquina intima de la poza me quedo en el lado opuesto.

Quizás sea imaginación mía pero he sentido de una forma clara y sin necesidad de mirarles que en el sitio donde estaban ellos se respiraba amor, un sentimiento de cariño y respeto mutuo. Es como si el ruido, el sonido y los movimientos hablaran… cuando uno está atento todo se expresa no suma claridad.

Salto al agua y encuentro su frescura a una temperatura que no dan ganas de salir. Juego como un crio, buceo y me fijo en los colores borrosos, en las luces y las sombras, y en el sonido, mientras nado entre las aguas. Me dejo arrastrar por las corrientes y acaricio el agua con las palmas de las manos a la vez que doy giros como una peonza.

Me siento en las rocas y acaricio sus contornos por debajo del agua sintiendo el leve musgo que las cubre, mientras un sinfín de pececillos más pequeños que alfileres me mordisquean los dedos de los pies. Eso me recuerda la inocencia del nacer y como se va perdiendo al crecer, convirtiéndose en temor. Ese temor que no permite que volvamos a ser niños y poder descubrir la vida una vez más.





4 comentarios:

  1. Caray ... embelesada leyéndote ... y rememorando otros tiempos ... humm ser niñx y correr y nadar libre por los arroyos, montes ...
    Gracias Goyo!

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  2. Hola Victoria,

    Lo bueno de recordar esos tiempos es que podemos vivirlos ahora.

    Un abrazo.

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  3. ¡Qué maravilla! Leyéndote he respirado libertad. Gracias por transmitir estas vivencias tan sencillas y por eso tan grandes.

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  4. Hola Masira78,

    A veces necesitamos darnos cuenta que en lo más sencillo está lo más grande, que el gozo de vivir está al alcance de nuestras manos y muy lejos del consumo y de las necesidades creadas por la sociedad.

    Un abrazo.

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