domingo, 12 de julio de 2020

¿Es posible experimentar la muerte estando vivos? (parte 3)

La palabra experiencia tiene su significado en el ir hacia las cosas para entrar en contacto con ellas a través de los sentidos. En general tendemos a vivir situaciones que ya hemos sentido como placenteras, y de esta manera la experiencia no es más que la búsqueda de sensaciones, sabores, impresiones o emociones ya probadas o imaginadas. Nos gusta divertirnos con fiestas o entretenernos con juegos, disfrutar de de una buena película o de un viaje, deseamos enamorarnos o ser amados, y también anhelamos sentirnos felices y en paz. Todo ello forma parte de la experiencia de nuestro Yo que por una parte procura repetir situaciones agradables, alejarse lo más posible de experiencias desagradables e intentar experimentar nuevas sensaciones que le generen placeres desconocidos.

Experimentar la muerte no forma parte de nuestra experiencia y por tanto es algo desconocido. Además tampoco tenemos ninguna referencia directa de alguien que la haya pasado y regresado para contarnos como le fue. Normalmente hablar de la muerte es algo bastante desagradable y lo único que nos puede hacer sentir curiosidad o desear su experiencia sería ser seducidos de alguna manera con algún tipo de recompensa.

Sin duda alguna las experiencias que tuvimos durante los primeros años de nuestra vida fueron las que nos transformaron en personas y moldearon la forma de pensar, sentir y actuar.

Cuando hablamos de experimentar la muerte, el Yo se imagina que tendrá una serie de sensaciones o visiones espirituales y que en ese preciso momento uno será perfectamente consciente de lo que está sucediendo porque habrá alcanzado la comprensión de la verdad o la naturaleza sagrada de dios. A nadie se le ocurriría pensar que la experiencia de muerte del Yo no es más que un profundo dolor de cabeza que acaba con todas las tonterías que hemos defendido y mantenido durante tantos de años. Bastantes personas creen que la experiencia de muerte ha de ser similar a como lo que cuentan quienes toman drogas y pasan por experiencias sicodélicas y sienten como sus mentes se abren a la compresión de su alma y del universo, pero que curiosamente y desgraciadamente cuando despiertan nada de ello ha transformado su Yo sino que más bien lo han fortalecido para continuar deseando experimentar semejante temeridad.

Cuando el Yo muere, la vida de una persona transcurre como una experiencia continua que se va renovando a cada instante para mostrarle lo que es. Sin embargo, cuando el Yo está vivito y coleando su percepción fragmenta la realidad en experiencias agradables, desagradables e indiferentes con una multitud de matices para clasificarlas y valorarlas de forma que condiciona su futuro. El Yo se pasa la vida recordando para reforzarse a sí mismo, pues de lo contrario se extinguiría.

Desear buscar experiencias cuando la experiencia de la vida es algo tan ilimitado, hermoso y pleno más bien parece ridículo o enfermizo. De igual modo, estar continuamente hablando de lo que nos pasó es algo bastante infantil y nos hace perder lo que está pasando ahora. Cada vez que juzgamos o clasificamos estamos creando el Yo puesto que este se alimenta de juicios y comparaciones. La muerte del Yo supone la percepción clara de que la vida es una única experiencia y que si no somos conscientes de lo que está sucediendo la estaremos perdiendo, es decir, no nos daremos cuenta de la realidad que somos.

Hemos sido educados para fragmentar y valorar experiencias subjetivas, en conseguir sensaciones, y nos olvidamos que el cuerpo es una hermosa y plena experiencia capaz de crear todas las sensaciones que existen sin necesidad de ser estimuladas por el pensamiento. La muerte del Yo da lugar a un estado de indiferencia que es la más alta clase de sensibilidad, pues nos permite observar lo que sucede tal y como es sin añadir o quitar nada de nuestra propia cosecha mental. Una actitud indiferente no es insensible sino atenta y capaz de responder con diligencia cuando se requiere. No obstante, hemos sido educados para no ser indiferentes ante nada e ir ante las circunstancias como un caballo desbocado de emociones y pasiones que nos hacen diferenciarnos de aquello que observamos.

Todo lo que hemos vivido y estamos viviendo es una única experiencia que conforma nuestra conciencia. De esa experiencia se crea el Yo cuando recibimos impresiones o sacamos conclusiones que condicionan nuestro pensamiento, sentimiento y comportamiento futuro. El parloteo de la mente surge para recordarnos que debemos tener cuidado y poner atención sobre situaciones de interés. Sin embargo, la muerte del Yo supone terminar o resolver esas impresiones, prejuicios o valores que se registraron durante el proceso de la experiencia.

Si no somos capaces de resolver una discusión laboral, un enfado familiar o un recuerdo doloroso, iremos por la vida cargados de rencores, odios, culpabilidades, vergüenzas o temores que nos condicionaran el futuro y viviremos con sentimientos auto lesivos. Es necesario aprender a descargar cualquier emocionalidad de la que seamos conscientes y para ello basta con observar y comprender su inutilidad y la estupidez de su razón de ser. A la hora de intentar resolver cualquier conflicto en nuestra mente podemos hacerlo todo lo difícil o fácil que queramos, y no terminar nunca de solucionarlo o zanjarlo en un momento. Un conflicto con el que hemos convivido durante años se puede remediar en solo unos minutos y sentirnos libres psicológicamente del mismo. Eso no significa que las circunstancias hayan de cambiar sino que lo realmente extraordinario es que la mente se ha librado de la experiencia subjetiva y, por tanto, en cierta medida el Yo ha muerto. Evidentemente uno puede especular sobre esto eternamente y no resolver nada porque el Yo se resiste a morir, es decir uno mismo se niega a desaparecer. En este asunto tan sorprendente nadie nos puede decir cómo se hace, no existen métodos, es cuestión de percibir el hecho para que la mente se enfrente a la comprensión y liberación de su propio condicionamiento.


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